Relato,
estructurado en capítulos tan cortitos que se lee de un tirón. Ni qué decir que
contribuye a ello el elaborado, y a la vez conciso, estilo de Roth, que no sé
qué demonios tiene porque, aunque no me enamora, me atrae a su vereda una y
otra vez. Será ese aire de desgracia que atribula a sus personajes, ¡y los
milagros! Joseph Roth juega con el lector a base de golpes de efecto dispuestos
de forma concatenada para que no nos tiente en ningún momento la posibilidad de
abandonarlo.
Nuestro
protagonista es un vagabundo borracho que habita bajo los puentes de París. No
sabemos gran cosa de él salvo eso, que bebe y vagabundea. Un golpe de suerte, en
forma de dinero, vuelve a traer al santo bebedor a la realidad. Dicho milagro
comienza a traerle al recuerdo la vida real, su nombre inclusive. El milagro
tiene la misma duración que el dinero. Sin embargo al primer milagro sucede un
segundo, y un tercero, y un cuarto, milagros en forma de dinero sobrevenido a
nuestro santo bebedor, y digo santo porque es borracho pero honrado.
Los
milagros le conducen irreversiblemente a un final, más o menos previsible, más
o menos feliz; es lo de menos porque lo único que parece importar a Roth es la
presentación de un hombre desarraigado golpeado por el destino, un hombre que
no encuentra otro refugio a la desgracia, otro camino para olvidar, que la
bebida.
Hay
mezcla de realidad y ficción. Su mujer padeció esquizofrenia y fue internada en
diversas instituciones mentales desde 1929, golpe del cual no pudo reponerse. Desde
1933 huye del régimen nazi vagabundeando por varios países europeos,
escribiendo en mesas de café, malviviendo de los derechos de autor. A su mujer
le serán aplicadas las leyes eugenésicas alemanas para la eliminación de los
enfermos mentales y pierde a su familia en los campos de concentración. Esta es
su última obra. Roth muere en 1939, víctima del delirium tremens.
A
modo de epílogo, nos cuenta Hermann Kesten:
La
leyenda del Santo Bebedor, que acababa de terminar; me la contó como suele
hacerse entre escritores, hablando más de la técnica que del contenido, más de
las referencias y de los artificios que de los «fragmentos
más hermosos».
El
objetivo final de este relato solamente Roth lo sabe. Desde luego que refleja
la caída de un hombre en lo más hondo de la depravación alcohólica, pero ello
no es óbice para el mantenimiento de la moral más excelsa, de la más extravagante
honradez. El alcohol no aparece como enemigo sino como cálido refugio.
El
prólogo de Carlos Barral (editorial Anagrama, Barcelona 1981) me ha sorprendido
por su gran nivel; estemos o no de acuerdo con lo que dice, cuando menos se
explica con arrojo y ataca de frente, y duro, contra los abstemios:
Los
que no han bebido nunca no podrán saber jamás come è fatto il sapere, al decir
de Leopardi, ni qué clase de animal de artificio somos los hombres desde aquel
remoto viaje del dios Dionisos a las lejanísimas tierras del Indo. Hay
abstemios de nación, pobre gente, que pasarán por este mundo, por larga y
atenta que sea su vida, sin comprender que el vino es uno de los elementos
principales que nos separa de la zoología y que ha dotado de noble
extravagancia a unas tradiciones de conducta que, sin la intervención de Baco,
serían aún más esclavas de la humillante tiranía de la lógica. Son, en general,
gentes dignas de lástima, a menudo enfermas de alergia. He conocido quien
enrojecía, ganado por un violento sarpullido, al contacto de unas gotas de
champaña brotadas de un descorche. Son como la gente que enferma al sol y
seguramente están mutilados de toda sensibilidad religiosa. Pero deben ser
conscientes de que padecen una enfermedad y generalmente no practican el
apostolado antialcohólico. Los apóstoles del antialcoholismo no son
analcohólicos de nación, sino siniestros conversos. Cínicos frustrados que
vociferan que el mundo sin alcohol es más hermoso, la bondad más fácil de
practicar, la letra más fácil de entender, la belleza y la verdad más
asequibles. Con frecuencia son borrachos vergonzantes, clandestinos y
nocturnos, masoquistas que beben en secreto para sentir las angustias y dolores
de la evaporación del alcohol y le niegan, en cambio, su hermosa capacidad de
dispensar milagros.
El alcohol, básicamente, es un desastre. Mitificarlo es de bobos.Y el mito del vagabundo romántico también suele serlo. Luis M. Pousa
ResponderEliminarY me refiero más al prólogo de Barral que a la novela, que no leí, aunque si vi la película, que me gustó bastante, aunque aquí la trampa es poner como protagonista a un actor guaperas para que la cosa tenga más glamour, algo muy típico en el cine, poe eso este me interesa cada vez menos, es demasiado falso.
ResponderEliminarSu respuesta es muy aguda. Me has traído al recuerdo el comentario de Barral, un comentario ciertamente algo exagerado que sí justificaba el consumo del alcohol, porque para nada Roth.
ResponderEliminarTambién agudo su comentario sobre el cine. En verdad que comentarios así completan la reseña.
Agradecido, un saludo