viernes, 11 de mayo de 2018

Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), de Horacio Quiroga



 
Llego a este autor atraído por el atractivo título y por el aura que despliegan sus circunstancias vitales, la muerte trágica de su padre, de su padrastro, de su mejor amigo, de su primera mujer, y finalmente de él mismo.
Guiado por un extenso prólogo de Andrés Neuman me voy directamente a los relatos que éste recomienda. Doy de bruces con un relato titulado “La gallina degollada” y quedo rendido a sus pies. Quiero ver reminiscencias de Maupassant, ¡de Poe!, quizás simplemente porque lo dice el propio Horacio en el «Decálogo del perfecto cuentista»:

Cree en un maestro – Poe, Maupassant, Kipling, Chejov – como en un Dios mismo.

Su concisión y profundidad me encandilan. Horacio Quiroga huye del amaneramiento, a contracorriente del buen gusto académico y de los jurados de los premios literarios (que adoran aquello que no entienden pero suena bonito). Gusta a menudo el lector de los juegos retóricos, de aquellos fuegos de artificio de los que se siente incapaz; no llega a entender el lector que los cantos de sirena que le encaminan a la lectura están hechos de argumentos, aquello que nos distrae por una vertiente paralela pero a la vez distante de la realidad. Quiroga, en cambio, corre el riesgo de pasar inadvertido por su sencilla prosa.

Un matrimonio tiene cuatro hermosos hijos, pero al poco de nacer acude una enfermedad, como una maldición, que los deja deficientes. La suerte de la familia cambia con el quinto bebé, una hija sana a la que malcrían provocando la envidia de los demás, lo cual provocará un final trágico, como el de “la gallina degollada”.
No paro de subrayar. Lo que parece un argumento nuclear que puede ser contado en un solo párrafo esconde la podredumbre interior de un matrimonio hundido en la miseria.

El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.



Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.



Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona.

Luego los relatos varían mucho. “A la deriva” nos muestra un repentino camino hacia la muerte, los pensamientos que atribulan a un personaje inconsciente. La vida en estado puro. Este es otro de los relatos que subrayo.
“La insolación”, “Yaguaí” o “El alambre de púa” tienen como protagonistas a animales, perros, caballos. Son relatos de riesgo, que nos extrañan por su aparente inverosimilitud pero que son eficaces. Nada que envidiar a George Orwell.

Los relatos de amor son extraños, a veces marcados por la enfermedad, o cuando menos por una necesidad malsana. Algunos buscan un golpe de efecto final, como “El almohadón de pluma”, que es posiblemente uno de los que menos me han gustado por el brusco final imprevisible y en exceso fantasioso. De todas maneras está entre sus relatos más afamados, y tiene su aquel.
Otros son más previsibles pero no por ello menos perturbadores, como es el caso de “La meningitis y su sombra”, que es de los más largos y que, sin embargo, se lee de un tirón y de forma amena porque mantiene una intriga amorosa difícil de imaginar. El amable final contrasta con la mayoría de los finales de Quiroga, marcados por la tragedia, la muerte y la injusticia que acecha a los débiles.

También hay relatos en los que la selva, el calor, el clima en sí mismo adquiere protagonismo, aunque se pueden ver también como la excusa para la reflexión sobre el mundo interior de un personaje en concreto, porque, en definitiva, en Quiroga, la psicología lo es todo.
También hay relatos peores, en fin, altibajos, como en todo compendio de relatos. O sea que uno contribuye con su criba y selecciona los que más o menos le han gustado.
Desde luego que Quiroga me ha sorprendido. “La gallina degollada” permanecerá en mi memoria como uno de los mejores relatos que he leído. No hay miedo a seguir citándolo; fijaos cómo comienza:

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.


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