Llego
a este autor atraído por el atractivo título y por el aura que despliegan sus circunstancias
vitales, la muerte trágica de su padre, de su padrastro, de su mejor amigo, de
su primera mujer, y finalmente de él mismo.
Guiado
por un extenso prólogo de Andrés Neuman me voy directamente a los relatos que éste
recomienda. Doy de bruces con un relato titulado “La gallina degollada” y quedo
rendido a sus pies. Quiero ver reminiscencias de Maupassant, ¡de Poe!, quizás
simplemente porque lo dice el propio Horacio en el «Decálogo
del perfecto cuentista»:
Cree
en un maestro – Poe, Maupassant, Kipling, Chejov – como en un Dios mismo.
Su
concisión y profundidad me encandilan. Horacio Quiroga huye del amaneramiento,
a contracorriente del buen gusto académico y de los jurados de los premios
literarios (que adoran aquello que no entienden pero suena bonito). Gusta a
menudo el lector de los juegos retóricos, de aquellos fuegos de artificio de
los que se siente incapaz; no llega a entender el lector que los cantos de
sirena que le encaminan a la lectura están hechos de argumentos, aquello que
nos distrae por una vertiente paralela pero a la vez distante de la realidad.
Quiroga, en cambio, corre el riesgo de pasar inadvertido por su sencilla prosa.
Un
matrimonio tiene cuatro hermosos hijos, pero al poco de nacer acude una
enfermedad, como una maldición, que los deja deficientes. La suerte de la
familia cambia con el quinto bebé, una hija sana a la que malcrían provocando
la envidia de los demás, lo cual provocará un final trágico, como el de “la
gallina degollada”.
No
paro de subrayar. Lo que parece un argumento nuclear que puede ser contado en
un solo párrafo esconde la podredumbre interior de un matrimonio hundido en la
miseria.
El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Hasta
ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la
miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias
que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los
otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Desde
el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que
el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a
humillar del todo a una persona.
Luego
los relatos varían mucho. “A la deriva” nos muestra un repentino camino hacia
la muerte, los pensamientos que atribulan a un personaje inconsciente. La vida
en estado puro. Este es otro de los relatos que subrayo.
“La
insolación”, “Yaguaí” o “El alambre de púa” tienen como protagonistas a animales,
perros, caballos. Son relatos de riesgo, que nos extrañan por su aparente
inverosimilitud pero que son eficaces. Nada que envidiar a George Orwell.
Los
relatos de amor son extraños, a veces marcados por la enfermedad, o cuando
menos por una necesidad malsana. Algunos buscan un golpe de efecto final, como
“El almohadón de pluma”, que es posiblemente uno de los que menos me han
gustado por el brusco final imprevisible y en exceso fantasioso. De todas
maneras está entre sus relatos más afamados, y tiene su aquel.
Otros
son más previsibles pero no por ello menos perturbadores, como es el caso de
“La meningitis y su sombra”, que es de los más largos y que, sin embargo, se
lee de un tirón y de forma amena porque mantiene una intriga amorosa difícil de
imaginar. El amable final contrasta con la mayoría de los finales de Quiroga,
marcados por la tragedia, la muerte y la injusticia que acecha a los débiles.
También
hay relatos en los que la selva, el calor, el clima en sí mismo adquiere
protagonismo, aunque se pueden ver también como la excusa para la reflexión
sobre el mundo interior de un personaje en concreto, porque, en definitiva, en
Quiroga, la psicología lo es todo.
También
hay relatos peores, en fin, altibajos, como en todo compendio de relatos. O sea
que uno contribuye con su criba y selecciona los que más o menos le han
gustado.
Desde
luego que Quiroga me ha sorprendido. “La gallina degollada” permanecerá en mi
memoria como uno de los mejores relatos que he leído. No hay miedo a seguir
citándolo; fijaos cómo comienza:
Todo
el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El
patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los
ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los
idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio,
poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente,
congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría
bestial, como si fuera comida.
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