Sin
ser un autor que me encandile, no puedo evitar echarle un ojo a todo aquello de
Miller que llega a mis manos. En este caso mi pasión por lo griego me obligó a
detenerme un poco más.
Miller
escribe sobre sí. Apenas he pasado de puntillas por los “Trópicos” pero en la
presente obra es su lente la que nos describe Grecia, o mejor deberíamos decir
la lente que nos describe a las personas que se encuentra en Grecia, la mayoría
griegos, naturalmente, y a través de sus continuas descripciones de caracteres
lo conoceremos a él, y su carácter nos puede gustar o no, pero desde luego que
yo agradezco su honestidad.
Hay
referencias literarias, hay personajes conocidos como su amigo Lawrence Durrel,
motivo de la visita, hay poetas griegos como Katsimbalis, (el gran protagonista
griego de la novela, al que Miller admira por su enorme carácter y vitalidad),
hay una situación histórica que es el comienzo de la Segunda Guerra Mundial,
hay una idiosincrasia griega (visión parcial, al igual que la visión de la
idiosincrasia americana, francesa o inglesa, que construye a partir de unos
pocos personajes que él conoce) y luego están también las islas griegas, Corfú
o Creta, y los parajes legendarios como Micenas, Epidauro, Tebas, Delfos,
Esparta, el caos de la ciudad de Atenas.
Un
fragmento para definir a Katsimbalis y, como sucede durante toda la novela, al
propio Miller:
Daba
la impresión de estar hablando siempre de sí mismo, pero sin alabarse nunca.
Hablaba de él porque era la persona más interesante que conocía. Me gusta mucho
esa cualidad, de la que yo mismo tengo un poco.
Quizás
el móvil que atraviesa todas las páginas de esta novela es el contraste entre
América y Grecia. Todos los griegos admiran América y quieren emigrar allí mientras
que Miller parece odiar todo lo que su país representa:
―¿Y qué
tiene Grecia para gustarle tanto ―preguntó uno.
Sonreí.
«Luz y pobreza».
―Usted
es un romántico ―contestó el que había hecho la pregunta.
―Sí. Soy
lo bastante loco para creer que el hombre más feliz de la Tierra es el que
tiene menos necesidades. Y creo también que una luz como la que ustedes
disfrutan borra toda fealdad. Desde que estoy en su país sé que la luz es
sagrada, Grecia es para mí una tierra sagrada.
―¿Pero
ha visto usted qué pobre es la gente y la miseria en que vive?
―He
visto peor miseria en América ―contesté―. La pobreza sola no hace a la gente
miserable.
―Usted
dice eso porque tiene suficiente…
―Puedo
decirlo porque toda mi vida he sido pobre ―respondí, y agregué―: Y soy pobre
ahora. Tengo el dinero justo para volver a Atenas. Cuando esté allí tendré que
pensar en obtener más. No es el dinero lo que me mantiene. Es la fe que tengo
en mí y en mis propias fuerzas. En espíritu soy millonario; tal vez la fe en el
resurgimiento personal es lo mejor que tenga América.
En
Atenas disfruté el placer de la soledad; en Nueva York me he sentido siempre
solo, con esa soledad del animal enjaulado, que lleva al crimen, al sexo, al
alcohol y otras locuras.
En
fin, que la soberbia de Miller te puede gustar más o menos, pero qué duda cabe
que da de sí buenos fragmentos:
Mantener
la mente vacía es una proeza, una proeza muy saludable. Estar en silencio todo
el día, no ver ningún periódico, no oír ninguna radio, no escuchar ningún
chisme, abandonarse absoluta y completamente a la pereza, estar absoluta y
completamente indiferente al destino del muno, es la más hermosa medicina que
uno pueda tomar. Poco a poco se suelta la cultura libresca; los problemas se
funden y se disuelven; los ligámenes se rompen; el pensamiento, cuando uno se
digna a entregarse a él, se hace muy primitivo; se mira a las plantas, a las
piedras y a los peces con ojos diferentes; se pregunta uno a qué conducen las
luchas frenéticas en que están envueltos los hombres;
Las
mejores historias que he escuchado no tenían pies ni cabeza, los mejores libros
que conozco son los que no puedo recordar su argumento, los mejores individuos
son los que no llevan a uno a ninguna parte.
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