lunes, 25 de febrero de 2019

El Romancero (siglo XIV), Anónimo.




Si acaso necesitan justificación para el regreso a los orígenes acuérdense de Sócrates, que antes de morir pidió la cítara para aprender un aria. Los estudiantes me piden libros como el presente (lecturas obligatorias) y renuevan curiosidades no saciadas. Cuando hablo de este tipo de lecturas me gusta más hablar de historia de la literatura que de literatura a secas. Para disfrutar de estas lecturas nos tiene que gustar estudiar, aprender, ¿el arte por el arte?

Por otro lado, y suponiendo que la literatura sirve a humana necesidad, es obvio que en la edad media las necesidades no eran las mismas que las de hoy. La literatura de hoy es individualista, digamos que burguesa. La literatura del siglo XIV era más colectiva, un detalle a considerar.

¿Son aburridos los romances? Yo entiendo que no es fácil de leer, ni mucho menos recomendable, una violación si se lo obligamos a leer a un adolescente. Sirve para adquirir un poso cultural que no va más allá del buen tono. Me viene al pelo el ejemplo de nuestro actual presidente del gobierno, Pedro Sánchez, que confunde en sus memorias San Juan de la Cruz con Fray Luis de León.

Lo he leído de forma pausada, intercalando con otras lecturas, a partir de dos humildes ediciones, subrayando mucho, seleccionando fragmentos. Entiendo que los jóvenes se vean espantados. La vía más adecuada está en el entorno del turismo y la recuperación de las tradiciones medievales. No pasar por alto que los romances se recitaban con acompañamiento de música.
En caso de que queramos obligar a nuestros jóvenes a leer los romances, una buena gestión obliga a cambiar de método. No podemos hacerle competencia a la comodidad de un vicio tan repetitivo como el que ofrecen las consolas. La única manera es enriquecer la lectura para restarle aridez y permitir que los jóvenes sueñen y jueguen con un pasado pretérito.



A mí personalmente me ha venido bien como introducción a un reto personal, que es leer más poesía, regalarme un poco de calma. Perdonadme si la califico como una introducción de poesía “para torpes”, tiradas de versos octosílabos con la rima asonantada en los pares, quedando libres los impares, un ritmo perfecto para la memorización.

Para terminar, hablaros de su trascendencia. Cervantes, Góngora o Quevedo los conocieron bien, pero también Zorrilla, el Duque de Rivas o Rosalía de Castro. Sorprendentemente su tradición sigue viva en el siglo XX, de la mano de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Alberti o los hermanos Machado.

Se burlaba Manuel Machado del anonimato de estas composiciones:



Tal es la gloria, Guillén,

de los que escriben cantares;

oír decir a la gente

que no los ha escrito nadie.



Antonio Machado nos regala La tierra de Alvargonzález y Federico García Lorca El Romancero gitano.

Están los romances del rey visigodo Don Rodrigo, que perdió España tras la batalla de Guadalete, los dedicados a Bernaldo del Carpio, único héroe castellano que bascula entre la realidad y la leyenda. El ciclo del conde Fernán González retrata la rebelión de los castellanos contra los leoneses, dentro del cual se incluyen los Romances de los Infantes de Lara.

Punto aparte merece el ciclo del Cid, que muestra a un héroe más joven e impetuoso, más iracundo, que el del Poema. Por poner un ejemplo, el Poema de Mío Cid habla del casamiento de sus hijas mientras que el Romancero habla de cómo se casó Rodrigo con su mujer, Jimena. Tengo temor a equivocarme porque no domino bien los sucesos, pero me ha quedado la idea de que al padre de Rodrigo le ofende otro noble. Su padre, viejo ya para vengarse, tantea a sus hijos para que tomen venganza en su lugar. Será Rodrigo quien lo haga, dejando huérfana a Jimena, que después se queja al Rey. Pero el Cid, Rodrigo todavía, tiene muchos amigos y no es fácil para el Rey actuar contra él. Es Jimena la que nos sorprende con una decisión inesperada:



―Ten tú las tus Cortes, Rey,

nadie las revolveá

y al que a mi padre mató

dámelo tú por igual,

que quien tanto mal me hizo

sé que algún bien me traeá.



Y así responde el Rey, desconcertado:



―Siempre lo escuché decir

y ahora veo que es verdad,

que las mujeres actúan

como no era natural:

hasta aquí pidió justicia

ya quiere con él casar;

mas lo haré de muy buen grado,

de muy buena voluntad.



Otro tipo de romances han llamado menos mi atención, quizás por agotamiento, Romances denominados “variados”, los fronterizos o moriscos, los del ciclo carolingio. Cada cual que seleccione los suyos.

Para terminar un Romance de amor, que me ha sorprendido, quizás porque de antemano menosprecié dicha temática:



En el tiempo que me vi

más alegre y placentero

encontré con un palmero

que me habló y dijo así:

―¿Dónde vas el caballero?

¿Dónde vas, triste de ti?

Muerta es tu linda amiga,

muerta es que yo la vi;

Las andas en que ella iba

De luto las vi cubrir,

Duques, condes la lloraban,

todos por amor de ti;

dueñas, damas y doncellas

llorando dicen así:

―¡Oh triste del caballero

que tal dama pierde aquí!



martes, 19 de febrero de 2019

La historia de un caballo (1886), de León Tolstói


Esta pequeña historia me sirve para recordaros la grandeza de los cuentos peterburgueses de Gógol, pues no creo que a Tolstói se le hubiera ocurrido escribirlo sin sus precedentes. La comparación, a mi modo de ver, engrandece, más si cabe, al propio Gógol, y digo esto porque a Tolstói no le hacen falta elogios, y sí, en cambio, creo necesario sentar a Gógol a la misma mesa.
El narrador es un caballo pío llamado Kolstomier. Según la Wikipedia los caballos píos son aquellos que tienen manchas blancas de distinto tamaño, y según colijo del texto dicha condición resta prestigio a los caballos.

Si hubiera nacido con una estrella en la frente, aún podía pasar; pero ¡ha nacido pío!

La suerte era injusta y cruel conmigo. Me indigné profundamente y no tuve más que un pensamiento: dejar mi pueblo natal lo antes posible. Mi posición era en ella demasiado penosa; el porvenir pertenecía a otros caballos. El amor, la gloria y la libertad les esperaban; en cuanto a mí, debía trabajar y humillarme toda mi vida… Y ¿por qué tan gran injusticia? ¡Porque era pío, y porque pertenecía a un caballerizo!

En el momento de la narración el caballo es viejo, y los demás caballos lo desprecian, un poco por su condición de pío y otro poco por su edad. El caballo llama nuestra conmiseración, y se rebela contra los demás contándoles su historia, pues hubo un tiempo en que nuestro caballo pío destacó por sus cualidades.
Se trata en definitiva de un relato corto, triste, con moraleja y sátira de las costumbres de los hombres.

Las palabras “mi caballo” me parecían ilógicas como “mi tierra, mi aire, mi agua”; pero causaron en mí una impresión profunda. Mucho he reflexionado después acerca de esto, y únicamente mucho más tarde, cuando aprendí a conocer mejor y más cerca a los hombres, fue cuando me pude explicar todo eso.

A la mitad aproximada del relato me topé con un fragmento que me llamó la atención, primero por lo extraño y después por la profundidad que pueda albergar. Quizás me equivoque, o quizás se trate de la clave del texto, pues por un momento he llegado a pensar que los caballos son los mujiks y su relación con los señores una comparación válida.

Aunque él haya sido la causa de mi ruina; aunque él no haya amado a nadie ni a nada en el mundo, yo lo quería y aún lo quiero con todas las fuerzas de mi corazón de caballo.
Lo que me gustaba en él es que era joven, hermoso, feliz y rico, y que, por todas estas razones, no amaba a nadie. Vosotros comprendéis bien ese sentimiento que nos aguijonea. Su frialdad y mi dependencia no hacían más que impulsar el cariño que le tenía.
―Mátame, atorméntame ―pensaba yo―; cuanto más me haga sufrir tu mano, más feliz seré.

La última parte del cuento merece capítulo aparte. Termina el relato de la vida del caballo pío y entran los dueños en escena. Gestos sencillos nos revelan la ruindad de los amos. A veces los señores recuerdan la grandiosidad de sus caballos, ¿o de sus mujiks?, pero en realidad solamente les interesa esa grandeza en cuanto que sirve a sus propios intereses.
El sarcasmo final llega con la muerte. Cuando muere un animal se aprovecha todo, la piel, la carne e incluso los huesos. En cambio, ¿qué se aprovecha de la muerte de un señor? No significa más que dilapidar recursos.

El cadáver vivo de Nikita, que aún seguía comiendo y bebiendo, no fue depositado en la tierra sino años después; ni su piel, ni su carne, ni sus huesos sirvieron para nadie.
Como hacía veinte años que aquel cadáver vivía a costa ajena, su entierro fue una molestia más para los que le habían conocido. Hacía ya mucho tiempo que nadie lo necesitaba. Sin embargo, cadáveres vivos parecidos a él creyeron un deber cubrir su podrida humanidad con un uniforme nuevo y magníficas botas, ponerlo en un ataúd, encerrar éste en una caja de plomo, transportarlo a Moscú y allí desocupar viejas tumbas y, enterrar en una de ellas aquel cuerpo vestido con uniforme nuevo y lustrosas botas, y cubrirlo de tierra…

Un relato corto, unas pocas páginas. Se puede leer de un tirón pero la historia permanecerá con nosotros durante mucho tiempo. Tolstoi en estado puro.


lunes, 11 de febrero de 2019

Apuntes de un loco (1842), de Nikolái Gógol



Con este relato doy fin a las novelas peterburguesas de Gógol. Nunca hasta el momento había leído un libro de relatos que mereciera tantos comentarios, pocas veces el tiempo tan bien aprovechado. Con otros compendios de relatos me ha costado escribir una breve reseña (¡y gracias!); no es habitual que una novela, aunque sea larga y densa, me ofrezca tal multitud de fragmentos destacables.
Estos cinco relatos me sirven para ilustrar mi disgusto cada vez que oigo hablar del “pánico al papel en blanco” que acosa a los escritores de hoy en día. Supongo que yo también puedo llamarme escritor porque he escrito, más o menos afortunadamente, varias novelas y relatos. Tampoco creo que para ser considerado escritor sea necesario escribir mucho; al igual que ocurre con la lectura, leer mucho no es sinónimo de leer bien. El caso que de alguna manera hay que llamar a las cosas, pero el denominado “pánico al papel en blanco” no es sino el intento de escribir cuando no se tiene nada que decir. Supongo que esto les podía pasar a escritores como Baroja o Galdós, que necesitaban publicar a cada poco para poder dedicarse en exclusiva al oficio. No es fácil explicarse en unos pocos renglones, pero no me cabe duda de que cuando uno siente de verdad la llamada de la escritura, se pone a ello con todo y se deja llevar. No, no es obligatorio ponerse a escribir. Si utilizo el caso de Gógol como ejemplo es porque me parece ver en sus relatos una necesidad de expresar (lo que él considera) lo más abyecto de la sociedad que le rodea, y prácticamente no encuentra impedimentos en su camino. Se le nota pleno de confianza y agarra a su paso todo lo que encuentra sin pararse en mientes, rompiendo, sin pretenderlo, los límites de la narrativa que conoce, hasta alcanzar las más altas cotas de genialidad. Nikolái Gógol, sin él pretenderlo, insisto, nos muestra los caminos infinitos de la narrativa. Solamente necesitas, escritor, un tema que te obsesione, y dejarlo fluir.

Apuntes de un loco es el ejemplo perfecto. Se trata de una de las narraciones más conocidas del maestro. Un modesto funcionario se enamora de la hija de su director. No sabemos si se vuelve loco porque sí o por sus ansias de casarse con ella y así obtener una buena posición. Su locura se intensifica, síntomas de manía persecutoria, escucha hablar a los perros y termina en un manicomio creyéndose el mismísimo Rey de España. ¿Cuál es la temática? ¿Podemos suponer que nuestro protagonista es un loco porque no acepta la realidad, la sociedad tal cual es, cerrada e inmovilista, jerárquica? ¿o es todo una excusa para retratar a la sociedad?

¿Qué importa que sea gentilhombre de cámara? Eso no es más que una dignidad. No se trata de una cosa visible que se pueda palpar con las manos. Por muy gentilhombre de cámara que sea, no le va a salir otro ojo en la frente. Ni tampoco tiene la nariz de oro, sino que es como la mía y la de cualquiera. Le sirve para oler y no para comer; para estornudar y no para toser. Varias veces he tratado de averiguar de dónde provienen todas esas diferencias. ¿Por qué y a son de qué he de ser yo consejero titular? ¿No podría ocurrir que yo fuera un conde o un general y sólo aparentara ser consejero titular? ¿Y si no supiera ni yo mismo lo que soy? Ejemplos de esos los hay a montones en la historia: un hombre corriente ―no ya un noble, sino simplemente un burgués o incluso un campesino― vive tan campante, y de pronto se descubre que es un dignatario y, a veces, hasta un monarca. Y si en ocasiones ocurre que un mujik se convierte en un personaje, ¿a qué no podrá llegar un hidalgo?

La no aceptación de la realidad viene acompañada o marcada por el deseo de ser otro, y claro está, otro con un elevado puesto en la escala social, lo cual permita ejercer un dominio sobre los demás. O aceptas la realidad y te humillas ante ella o sabrás lo que es bueno.

Me gustaría hacerme general. Y no sólo para obtener su mano y demás, no. Quisiera ser general sólo para ver cómo me hacían la rosca con todas sus reverencias y sus equívocos de la corte y decirles luego que les escupo en la jeta a los dos.

¡Valiente cosa! ¿Se va a considerar un personaje porque le ha puesto cadena de oro al reloj y se encarga botas a la medida de treinta rublos el par? Y yo, ¡qué demonios! ¿Soy acaso hijo de un plebeyo, de un sastre o un suboficial cualquiera? Yo pertenezco a la nobleza. También yo puedo alcanzar un alto rango. Tengo cuarenta y dos años, justo la edad en que empieza verdaderamente la carrera de un hombre. Espera, amigo, que también yo llegaré a coronel, y es posible que incluso más alto, con la ayuda de Dios. Y tendré una posición quizá superior a la tuya.


Sátira, humor, compasión, maestría en los detalles al mismo tiempo que definición de lo general, Nikolái Gógol maneja como quiere al lector. No sólo la literatura rusa queda bajo “El capote” de Gógol. Desde Kafka o Melville al realismo mágico de Latinoamérica se puede rastrear su impronta.

martes, 5 de febrero de 2019

Martin Eden (1909), Jack London.




Me inicié en la lectura de forma natural, sin orden ni guía, sin precedentes familiares, acudiendo libremente a la biblioteca. Leía de forma desordenada cuentos, cómic, aventura, enciclopedias… No tuve la suerte de toparme con London y lo he hecho ahora, en la edad adulta. Habrá quien piense que se trata de literatura juvenil, pero mi casual estreno con London ha sido una muy agradable sorpresa. Reconozco que cuando me topé con mi vetusto ejemplar (Edaf bolsillo, 1974) estuve a punto de deshacerme de él por carencias de espacio, no sin antes echarle un ojo a la sinopsis. Ni qué decir que la trama me llamó la atención y le concedí una oportunidad.
La novela muestra sus debilidades y fortalezas desde un primer instante. La prosa es descuidada y precipitada, es todo contenido. Tampoco los personajes están muy trabajados, unos entran y otros salen, la mayoría carecen de profundidad o verosimilitud. A mi manera de ver incluso los protagonistas cojean. Son cosas mías, pero a mí me parece poco creíble que un personaje pueda ser poderoso físicamente (no hay persona más valiente y audaz que Martin Eden en kilómetros a la redonda) al mismo tiempo que simpático y extrovertido (tanto chicos como chicas, todos buscan su compañía), y al mismo tiempo inteligente (es espabilado, pero termina siendo una de las mentes más brillantes del país), que puede ser porque la naturaleza no conoce de justicia. Hasta aquí de acuerdo, cualquier cosa puede suceder. Sin embargo, ¿vosotros creéis posible que un individuo tan excelsamente dotado no sea capaz de agarrar la vida por el pescuezo y en cambio lo sacrifique todo, el apetito incluido, a cambio de un desarrollo intelectual en solitario y una quimera como la escritura?
Este es, a grandes rasgos, el argumento. San Francisco, un marinero pobre que se enamora de una chica de clase media alta y como vía para alcanzar su amor se esfuerza por adquirir conocimientos y sabiduría. Estamos en los primeros años del siglo XX, en un país que vive una explosión económica sin precedentes, en las antípodas de la Rusia todavía zarista. Lo curioso que nuestro querido Martin Eden llega al convencimiento de que su vocación es la escritura y que con esfuerzo y sacrificio va a conseguir ganarse la vida como escritor. No es más que un sueño, y así lo ven todas las personas que le rodean, que terminan por despreciarlo, su idealizado amor incluido. En la última parte de la novela, las sorpresivas reacciones de los unos y los otros cuando Martin Eden triunfa no tienen desperdicio. También es digna de atención su encarnizada brega con las editoriales.

Germinada la idea, se posesionó por entero de él, y el viaje de regreso a San Francisco fue como un sueño. Estaba ebrio de una potencia insospechada, y sentíase capaz de cualquier hazaña. Cobraba sentido cabal la perspectiva de su empresa en medio del mar inmenso y solitario. Claramente, y por primera vez, vio el mundo en que Ruth se movía. Violo en su mente en forma concreta y que podía cogerlo con las dos manos, darle vueltas y examinarlo. Encontraba zonas oscuras y nebulosas en él, pero veía su conjunto, no en detalles inconexos, y vio, también, el camino por donde abordarlo y dominarlo. ¡Escribir!

―Hablaba en sentido figurado. Busco hacer lo que otros hombres han hecho antes que yo…, escribir, y vivir de mis escritos.

La novela no es corta. Docenas de personajes entran y salen. La descripción del período resulta interesante. Se trata de un relato dinámico y exuberante. London no deja lugar para el aburrimiento, se esfuerza en llevarnos de la mano y nos ofrece continuamente giros y acción para que no le abandonemos. Combate los altibajos de forma magistral, de manera que cuando nos estamos aburriendo da un giro para llevarnos de nuevo en volandas, como golpe de viento en un velero. Curiosamente, y al contrario de lo que me suele suceder, la novela me ha atrapado con mucha más fuerza en la segunda mitad que en la primera.
No me cabe duda de que London es consciente de las carencias de su trabajo, pero también que le da prioridad a abarcar un espectro de lectores lo más elevado posible (¡y demonios si lo consigue!, porque London fue un escritor de enorme éxito). Hubo momentos incluso en los que creí ver un algo así como la “búsqueda del amor verdadero” de las películas animadas de Disney, pero ¿acaso no hizo concesiones al gran público el mismísimo Cervantes con esos casuales y maravillosos encuentros que sucedían en cada posada?
Las carencias de London se ven eclipsadas por la llamada a la reflexión. Decenas de líneas temáticas se abren al lector atento (la moral burguesa, el trabajo agotador de los comienzos de la industrialización, la educación, el comunismo y la democracia…) La mezcla de reflexión y entretenimiento es digna de alabanza. Parece ser que hay que tener en cuenta el material autobiográfico, lo cual tiene su lógica y, probablemente, la culpa de la tremenda fuerza que alcanza la novela. Supongamos que Martin Eden es Jack London, un hombre hecho a sí mismo a costa de grandes sacrificios. El camino para alcanzar el éxito está sembrado de trampas, y una vez alcanzado puede resultar insulso o insatisfactorio. Hoy en día somos muchos los que pretendemos escribir, y todos chocamos con la opacidad de unas editoriales que anteponen el negocio a la calidad literaria. Obviamente el mundo editorial del siglo XXI poco o nada tiene que ver con el de hace unos 120 años, lo cual no es óbice para la reflexión.

Llegó a accesos de desvaríos, y a dudar de la propia existencia de los editores. Aún no había visto uno de carne y hueso, y, a juzgar por la ausencia de todo discernimiento al rechazar sus escritos, los editores habían de ser mitos, forjados y mantenidos por mensajeros, cajistas y tipógrafos.

Y, no obstante, día va y viene, leía muchas en diarios y semanarios ―decenas y decenas de ellas― ninguna de las cuales resistía la comparación con cualquiera de las suyas. En su desaliento, llegó a la conclusión de que carecía de sentido crítico, que estaba cegado por lo que escribía, y que era un presuntuoso y un fatuo.

¿De qué me vale a mí una novela construida de manera impecable si no me lleva a la reflexión? Recuerdo ahora la lectura de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Me pareció una novela que poseía un armazón interno ejemplar pero que en ningún momento me alcanzó la fibra sensible. Quizás lo logre con otros lectores, o conmigo en diferente ocasión. En cambio Martin Eden, sin artificio literario y llena de defectos como está, y permanecerá siempre conmigo.
¿Qué es la calidad literaria?
Como broche final, unos fragmentos que invitan a una lectura libre, confiada y sin academicismos.

Su juicio de que los argumentos de su novio eran erróneos se basaba ―inconscientemente por cierto― en el cotejo a que los sometía con lo exterior de las cosas. Ellos, los profesores, estaban acertados en sus juicios literarios, porque les sonreía el éxito. La evaluación literaria de Martin, por tanto, era errónea, porque no hallaba quién le adquiriese la mercancía.

Pero yo soy yo, y no estoy dispuesto a subordinar mi gusto al juicio unánime de la humanidad. Si una cosa no me gusta, no me gusta, no hay más; y no hay motivo sobre la faz de la tierra que me haga profesar una predilección sólo porque gusta a la mayoría de mis semejantes… o hacen como que les gusta. No puedo seguir la moda en cuestiones que me agradan o me desagradan.