martes, 23 de abril de 2019

San Manuel Bueno mártir (1931), Miguel de Unamuno





Habla Ángela Carballino, una mujer de fe y recias costumbres que habita un pueblecito de la provincia de Zamora a orillas del lago Sanabria. Ella dispuso de oportunidades porque un hermano emigrado a América mandaba dinero a su familia, y sin embargo la magnética figura del cura Don Manuel la arraiga a su pequeño pueblo. Tanto así que cuando regresa su hermano de América, Lázaro, lleno de ideas modernas, progresistas y antirreligiosas, también termina convirtiéndose, como su hermana, en seguidor de Don Manuel. De descreído a devoto y gran amigo del cura Don Manuel. ¿Qué le convierte? ¿Qué hace que Ángela y su hermano, así como todos los vecinos, hagan un santo de Don Manuel?
El carácter del cura nos es definido a partir de una corta serie de anécdotas. El libro en sí se lee en un santiamén, 24 capítulos cortitos, medio centenar de páginas. Imaginé, mientras lo leía, que el propio Unamuno habitaba bajo la sotana de Don Manuel. No es nada más que un hombre bueno y recto que se deja guiar por el sentido común.

―No tengo licencia del señor obispo para hacer milagros.
Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios. Si alguno llevaba un roto en su vestidura, le decía: «Anda a ver al sacristán y que te remiende eso.» El sacristán era sastre. Y cuando el día primero de año iban a felicitarle por ser el de su santo ―su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor―, quería don Manuel que todos se le presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la regalaba él mismo.
Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos.

Al final del relato asoma cierta tensión dramática, que no es gran cosa porque lo que Unamuno pretende es incitar a la reflexión. Todo ello deviene de unas sorprendentes confesiones del cura Don Manuel que, como buen humanista, DUDA. Aparece la vía del suicidio como respuesta al tedio de vivir, la falta de fe en Dios, en la eternidad, en la inmortalidad del alma.
De alguna manera Don Manuel les trasmite un mensaje tanto a Ángela como a Lázaro, para que prosigan con su obra y “finjan” creer ante los fieles, para que no les resten del único consuelo del que disponen, consuelo del que el mismo Don Manuel, el Santo Mártir, careció.
Se plantea una alternativa entre la verdad, trágica, y una felicidad ilusoria, ante la cual Unamuno opta por la segunda. Su ideario, ¿político?, ¿un humanismo cristiano? se trasluce por doquier, una iglesia sin estructuras ni dogmas, una recuperación del Nuevo Testamento. Propugna Unamuno el trabajo contra el ocio, la importancia de lograr alcanzar para todos lo más básico, el alimento, un techo, el vestido, así como el desprecio de la riqueza excesiva.
Resulta esclarecedora una duda que Ángela le trasmite a Don Manuel (fragmento que nos sirve para enviarnos de cabeza a próximas lecturas, la de Calderón, amén del Nuevo Testamento):

―Llegué a casa y me puse a rezar, y al llegar a aquello de «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», una voz íntima me dijo: «¿Pecadores?, ¿pecadores nosotros?, ¿y cuál es nuestro pecado?» ¿Cuál es nuestro pecado, padre?
―¿Cuál? ―me respondió―. Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que «el delito mayor del hombre es haber nacido». Ese es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido.
―¿Y se cura, padre?
―¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte… Sí, al fin se cura el sueño…, y al fin se cura la vida…, al fin se acaba la cruz del nacimiento… Y como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde…

En boca de Lázaro se ahonda en conclusiones similares, entroncando con la situación política de España en 1930, época de desequilibrios que desembocará en la República y la Guerra Civil.

―Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado ―me decía―. Él me dio fe.
―¿Fe? ―le interrumpía yo.
―Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida. Él me curó de mi progresismo. Porque hay, Ángela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se ganan la otra; y los que no creyendo más que en éste…
―Como acaso tú… ―le decía yo.
―Y sí, y como don Manuel. Pero no creyendo más que en este mundo esperan no sé qué sociedad futura y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro…
―De modo que…
―De modo que hay que hacer que vivan de la ilusión.

Esta novela esconde segundas lecturas y hondas profundidades.
       Mi reseña imperfecta puede ser completada, mucho mejor, en El vuelo de la lechuza.

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