viernes, 30 de mayo de 2025

Máximas (1662), François de La Rochefoucauld.

 

Para un lector español el duque de La Rochefoucauld no es más que un nombre que suena muy bien y que firma una máxima.

Es autor de máximas tan ingeniosas que aún hoy, trescientos años después, tienen la misma vigencia, sostienen la capacidad de sorprender y escandalizar al lector más taimado. Y lo hacen desde una fría arrogancia, desde un desdén tan manifiesto, que solo pueden venir de un personaje como él. Porque detrás del nombre hay un hombre inquieto y soberbio, protagonista de su tiempo. Pertenece al siglo XVII francés, esa época que bascula entre Richelieu y Mazarino. Personaje de la más alta nobleza, protagoniza la rebelión de La Fronda contra el Rey, último coletazo de los Grandes ante el ascenso imparable del Absolutismo. De su puño y letra, escribe a Mazarino:

 

Puedo demostrar que desde hace trescientos años los reyes no han dejado de llamarnos parientes suyos.

 

En aquel entonces, no hay mejor escuela que las armas y la guerra, a la que se dedica como todo buen señor. Obvio que no descuida las letras. Estudiando al maestro estudiamos la Francia de Richelieu y las numerosas sediciones que se suceden contra Luis XIII.

Un mosquetazo entre ceja y ceja, y nunca mejor dicho, le alejará de tanta veleidad levantisca; pasa a ronronear cerca de la corte y en los salones mundanos. Es el momento de las damas, damas interesantes, dos viudas, una con el marido lejos, damas solitarias, sensibles, amigas de escribir.

Una de ellas, la marquesa de Sablé, catorce años mayor que el duque, apasionada por la literatura y por todo lo español, le dio a conocer el Oráculo manual y arte de la prudencia, de mi admirado Baltasar Gracián, autor muy leído en Francia y en Europa, actualmente y, desgraciadamente, más conocido en el extranjero que en nuestro propio país; nos sucede a los españoles que despreciamos lo nuestro, que hemos digerido la leyenda negra y le hemos dado credibilidad a lo inventado por nuestros enemigos.

En las reuniones en torno a madame Sablé surgió la moda de los aforismos, y la verdad que no se sabe muy bien la paternidad de la mayoría de ellos, algunos, qué duda cabe, de la propia madame.

La publicación se hace en el extranjero y de forma anónima, pues sus máximas eran escandalosas, y eso que tuvo cuidado de suprimir alusiones religiosas. El hombre del siglo XXI está curado de espanto, pero lo está porque no ve más allá de su nariz. Vivimos en la época del todo vale si da beneficio (dijo un CEO).

A fin de cuentas, la filosofía de La Rochefoucauld quería decir una sola cosa: todo es mentira, no hay virtud ni bondad ni altruismo, no hay nada, solo amor propio. 


Muchas máximas, al menos en su sustancia, proceden de Gracián, otras de Montaigne, otras se remontan a Séneca u otros autores clásicos, y otras se sabe a ciencia cierta que proceden de algunas de sus amigas, como madame de Sablé o de La Fayette. En todo caso, son un alarde de modernidad. Se anticipa al nihilismo de Nietzsche, que por cierto lo admiraba (Dijo preferir las Máximas a “todos los libros juntos de todos los filósofos alemanes”). No hay rastro de Dios en las Máximas, nada que ver con lo sobrenatural. El hombre es el ser implacable que lo ocupa todo, y se trata de un hombre desengañado que nada espera de este mundo ni del más allá.

No hay ninguna intención moralizante, ni deseo de enseñar o aconsejar. No hay lugar para el optimismo. La hipocresía, todas las debilidades humanas, son insuperables, solo queda leer las Máximas, convertirnos en espectadores del mal y de la bajeza moral del hombre. 


Se lee a pequeños bocados, a pequeños sorbos. En nuestra estantería, La Rochefoucauld se ubica al lado de Gracián.

 

El valor completo consiste en hacer sin testigos lo que uno sería capaz de hacer ante todo el mundo.

 

Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás, que al final nos disfrazamos para nosotros mismos.

 

Todos poseemos suficiente fortaleza para soportar la desdicha ajena.

 

Ponemos más interés en hacer creer a los demás que somos felices que en tratar de serlo.

 

A veces es necesario hacerse el tonto para evitar ser engañado por los sujetos demasiado listos.

 

Es más necesario estudiar a los hombres que a los libros.

 

Cómo pretender que otro guarde tu secreto si tú mismo, al confiarlo, no lo has sabido guardar.

 

No solemos considerar como personas de buen sentido sino a los que participan de nuestras opiniones.


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