Situémonos,
a groso modo, históricamente. El dorado siglo V. a. C. Hace tiempo ya que las
guerras médicas (490-478 a. C.) han forjado el prestigio de los griegos. Las
guerras del Peloponeso (431–404 a.C) vienen después a finiquitar la increíble
expansión del imperio ateniense, concluyendo con la preponderancia de los lacedemonios,
Esparta. Cierta pobreza sacude a los griegos por la crueldad de la guerra
fratricida, y en esta tesitura, con miles de experimentados soldados inactivos,
surge la oportunidad en el Imperio Persa. Ciro el Joven se rebela contra su
hermano mayor, recién proclamado Rey, Artajerjes II. Ciro se rebela en su
satrapía de Asia Menor e incorpora 12.000 mercenarios griegos a su ejército. En
una larga marcha, se dirige hacia Babilonia donde, desafortunadamente para los
griegos, Ciro muere en la batalla de Cunaxa y su ejército es derrotado.
Sin
embargo los mercenarios griegos se mantienen incólumes y, unidos bajo el mando
del espartano Clearco, inician la retirada a través de territorio hostil y
perseguidos en todo momento por el enemigo. Muerto Clearco a traición,
numerosos generales guían al ejército, entre ellos Jenofonte, precisamente
nuestro autor. He aquí el valor de la obra como testimonio de una hazaña
memorable. Cierto que llega el momento en que se convierte en un relato
autobiográfico, y cierto también que carece del rigor de Tucídides, pero pronto
nos embarcamos en la aventura y olvidamos los pequeños defectos de un testigo
excepcional que no pudo mantenerse al margen de los hechos que le tocó vivir.
Abordemos la lectura conscientes de que nos hallamos ante un fabuloso reportaje
de un hecho de indudable trascendencia histórica contado con una fuerza
dramática y un patetismo épico que jamás olvidaremos.
No
he podido sustraerme a traer aquí la opinión de un maestro, Unamuno, a quien
rara vez se le cita como lo que era profesionalmente, catedrático de griego, que
decía al respecto:
He
renunciado a emplear en mi cátedra de griego la Anábasis de Jenofonte, como
texto de sintaxis, que lo es excelente, porque he visto que los alumnos se
aburren de aquella monótona y fatigosísima relación, tan lánguida, que da
sueño.
No
dejéis que pequeños defectos que se pueden saltar os priven de conocer esta
magnífica obra. Yo he vuelto a ella por una rara necesidad, pues a menudo la
recomiendo a aquellos que quieren acercarse a los clásicos de la antigüedad, y
me quedaba el temor de si aquella lectura hecha en la juventud mantenía hoy la
misma fuerza que ayer, cuestión que ha quedado del todo resuelta.
Termino con un
fragmento:
Presos
los generales y muertos los capitanes y soldados que les acompañaban, los
griegos se hallaban en gran apuro, considerando que estaban a las puertas del
rey y que por todas partes les rodeaba multitud de pueblos y ciudades enemigos.
Nadie les proporcionaría víveres para comprar. Se hallaban separados de Grecia
por no menos de diez mil estadios y no contaban con un guía para el camino.
Ríos infranqueables les estorbaban el paso hacia la patria. Y los bárbaros que
subieron con Ciro les habían traicionado. Se hallaban solos, sin un jinete que
les ayudase. De suerte que, si vencían, era seguro que no podrían matar a
nadie, y si eran vencidos, perecerían hasta el último. Considerando todo esto y
dominados por el desaliento, pocos de ellos probaron la comida por la tarde,
pocos encendieron fuego, y por la noche no acudieron al servicio del
campamento. Cada uno se acostó donde se encontraba. Y no podían dormir con la
congoja y tristeza de su patria, de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, a
los cuales pensaban que no volverían a ver.
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