martes, 11 de septiembre de 2018

La Anábasis o Expedición de los Diez Mil (S. IV a. C.), de Jenofonte




Situémonos, a groso modo, históricamente. El dorado siglo V. a. C. Hace tiempo ya que las guerras médicas (490-478 a. C.) han forjado el prestigio de los griegos. Las guerras del Peloponeso (431–404 a.C) vienen después a finiquitar la increíble expansión del imperio ateniense, concluyendo con la preponderancia de los lacedemonios, Esparta. Cierta pobreza sacude a los griegos por la crueldad de la guerra fratricida, y en esta tesitura, con miles de experimentados soldados inactivos, surge la oportunidad en el Imperio Persa. Ciro el Joven se rebela contra su hermano mayor, recién proclamado Rey, Artajerjes II. Ciro se rebela en su satrapía de Asia Menor e incorpora 12.000 mercenarios griegos a su ejército. En una larga marcha, se dirige hacia Babilonia donde, desafortunadamente para los griegos, Ciro muere en la batalla de Cunaxa y su ejército es derrotado.
Sin embargo los mercenarios griegos se mantienen incólumes y, unidos bajo el mando del espartano Clearco, inician la retirada a través de territorio hostil y perseguidos en todo momento por el enemigo. Muerto Clearco a traición, numerosos generales guían al ejército, entre ellos Jenofonte, precisamente nuestro autor. He aquí el valor de la obra como testimonio de una hazaña memorable. Cierto que llega el momento en que se convierte en un relato autobiográfico, y cierto también que carece del rigor de Tucídides, pero pronto nos embarcamos en la aventura y olvidamos los pequeños defectos de un testigo excepcional que no pudo mantenerse al margen de los hechos que le tocó vivir. Abordemos la lectura conscientes de que nos hallamos ante un fabuloso reportaje de un hecho de indudable trascendencia histórica contado con una fuerza dramática y un patetismo épico que jamás olvidaremos.
No he podido sustraerme a traer aquí la opinión de un maestro, Unamuno, a quien rara vez se le cita como lo que era profesionalmente, catedrático de griego, que decía al respecto:

He renunciado a emplear en mi cátedra de griego la Anábasis de Jenofonte, como texto de sintaxis, que lo es excelente, porque he visto que los alumnos se aburren de aquella monótona y fatigosísima relación, tan lánguida, que da sueño.

No dejéis que pequeños defectos que se pueden saltar os priven de conocer esta magnífica obra. Yo he vuelto a ella por una rara necesidad, pues a menudo la recomiendo a aquellos que quieren acercarse a los clásicos de la antigüedad, y me quedaba el temor de si aquella lectura hecha en la juventud mantenía hoy la misma fuerza que ayer, cuestión que ha quedado del todo resuelta.

Termino con un fragmento:

Presos los generales y muertos los capitanes y soldados que les acompañaban, los griegos se hallaban en gran apuro, considerando que estaban a las puertas del rey y que por todas partes les rodeaba multitud de pueblos y ciudades enemigos. Nadie les proporcionaría víveres para comprar. Se hallaban separados de Grecia por no menos de diez mil estadios y no contaban con un guía para el camino. Ríos infranqueables les estorbaban el paso hacia la patria. Y los bárbaros que subieron con Ciro les habían traicionado. Se hallaban solos, sin un jinete que les ayudase. De suerte que, si vencían, era seguro que no podrían matar a nadie, y si eran vencidos, perecerían hasta el último. Considerando todo esto y dominados por el desaliento, pocos de ellos probaron la comida por la tarde, pocos encendieron fuego, y por la noche no acudieron al servicio del campamento. Cada uno se acostó donde se encontraba. Y no podían dormir con la congoja y tristeza de su patria, de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, a los cuales pensaban que no volverían a ver.

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