El
caso que hará un par de semanas que abordé la lectura de un escritor que
todavía vive, por si me estaba perdiendo algo verdaderamente valioso. No era la
primera vez que leía a Auster y le concedí una segunda oportunidad. Algunos
conocidos calificaban su Trilogía de New York como lo mejor que jamás habían
leído. En mi caso no fui capaz de pasar del segundo relato, que podía haberlo
hecho como hago con muchos clásicos, cuestión de tesón, pero me topé por el
camino con este raro ejemplar de Plauto. Cuestión de gustos, no busquéis más
allá. De entretener el camino se trata.
Fue
leer la introducción crítica de mi humilde edición de Planeta y el magnífico
resumen que ofrece el propio Plauto y caer rendido a sus pies:
Que
nadie pregunte quién soy: voy a decirlo en pocas palabras. Soy el Lar doméstico
de esta casa de donde me habéis visto salir. Hace ya muchos años que habito en
medio de estas paredes y que las poseo. Desde los tiempos del abuelo y del
padre del que, en la actualidad, aquí reside. Pero resulta que su abuelo me
confió, con el mayor secreto, una buena cantidad de oro y, a escondidas de
todos, la enterró en medio del hogar y me suplicó que se la guardara. El hombre
murió y, ved su avaricia: nunca quiso revelar el secreto ni a su propio hijo.
Prefirió dejarle sin recursos ―a su propio hijo― antes que indicarle el
escondrijo del tesoro. Le dejó un pequeño pedazo de tierra para que viviera, no
sin sufrimientos y con toda clase de privaciones. Después que hubo muerto el
que me confió el oro, comencé a observar si el hijo me trataría con mayor
consideración que su padre. Pero, por lo que a él se refiere, la cosa anduvo
todavía peor; cada día se preocupaba menos de mí y de rendirme culto. En
respuesta, yo hice lo mismo con él: murió tal como había vivido. Dejó un hijo,
éste que vive aquí ahora, que tiene el modo de ser igual al de su padre y su
abuelo. Tiene una hija única, que cada día me hace ofrendas de incienso, de
vino o de cualquier otra cosa; me obsequia con coronas. En atención a ella,
hice que Euclión, su padre, encontrara el tesoro con el fin de poder darla en
matrimonio más fácilmente, si la joven quería. Pues ella ha sido deshonrada por
un joven que goza de muy buena posición. Ese joven no ignora quién es la
doncella a la cual deshonró. Ella, en cambio, lo desconoce, y también el padre,
que no sabe que su hija haya sido violada.
Qué
duda cabe que Euclión es el protagonista, el avaro, aunque a decir de algunos
críticos más que nada refleja la turbación que el cambio rápido de fortuna
produciría en cualquier hombre pobre. Valga el ejemplo para aquellos a los que
de pronto toca la lotería.
También
dice la crítica que no logra un análisis profundo de la psicología de cada uno
de los personajes. Desde una lectura superficial y desde el desconocimiento más
absoluto del mundo del teatro, tengo que decir que he salvado perfectamente más
de 2.200 años de distancia para reconocer a los personajes, que se me han
aparecido tan vívidos y actuales como mis vecinos. Aporta la sensación de que
han pasado muchos años pero las cosas no han cambiado nada.
La
obra nos ha llegado inacabada, pero cualquier edición nos advierte y nos da las
pistas de la conclusión. El lenguaje, el vocabulario, es a veces soez, coloquial,
realista, muy del gusto occidental de hoy en día.
Plauto
escribe en una época en que todo lo griego penetra en la sociedad romana con
tanta fuerza que incluso provoca reticencias por parte de algunos como Catón,
el viejo, que se queja mucho pero que termina, como los demás, estudiando y
aprendiendo el uso de la lengua de los griegos. Pero la comedia romana adquiere
carácter propio. Es más grotesca, más popular que la griega, y da más
importancia a la intriga.
Qué
duda cabe que hoy se puede disfrutar con Plauto. He rememorado, además, las
figuras que me vi obligado a memorizar, sin leerlas, en bachillerato, Livio
Andrónico, Nevio o Ennio, en el contexto de la creación de una cultura romana
propia y auténtica.
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