martes, 13 de noviembre de 2018

Aulularia o La comedia de la olla (Siglos III-II a. C.), de Plauto



      Pareciera como si debo disculparme por entretener mi tiempo con los clásicos. No una sola vez sino varias hay quien ha dudado (por no decir que se ha mofado) de que fuera capaz de encontrar placer en su lectura. Suele suceder que las personas consideran que aquello a lo que dedican su tiempo es lo más excelso y que los demás no deben sino seguir su ejemplo.


El caso que hará un par de semanas que abordé la lectura de un escritor que todavía vive, por si me estaba perdiendo algo verdaderamente valioso. No era la primera vez que leía a Auster y le concedí una segunda oportunidad. Algunos conocidos calificaban su Trilogía de New York como lo mejor que jamás habían leído. En mi caso no fui capaz de pasar del segundo relato, que podía haberlo hecho como hago con muchos clásicos, cuestión de tesón, pero me topé por el camino con este raro ejemplar de Plauto. Cuestión de gustos, no busquéis más allá. De entretener el camino se trata.

Fue leer la introducción crítica de mi humilde edición de Planeta y el magnífico resumen que ofrece el propio Plauto y caer rendido a sus pies:



Que nadie pregunte quién soy: voy a decirlo en pocas palabras. Soy el Lar doméstico de esta casa de donde me habéis visto salir. Hace ya muchos años que habito en medio de estas paredes y que las poseo. Desde los tiempos del abuelo y del padre del que, en la actualidad, aquí reside. Pero resulta que su abuelo me confió, con el mayor secreto, una buena cantidad de oro y, a escondidas de todos, la enterró en medio del hogar y me suplicó que se la guardara. El hombre murió y, ved su avaricia: nunca quiso revelar el secreto ni a su propio hijo. Prefirió dejarle sin recursos ―a su propio hijo― antes que indicarle el escondrijo del tesoro. Le dejó un pequeño pedazo de tierra para que viviera, no sin sufrimientos y con toda clase de privaciones. Después que hubo muerto el que me confió el oro, comencé a observar si el hijo me trataría con mayor consideración que su padre. Pero, por lo que a él se refiere, la cosa anduvo todavía peor; cada día se preocupaba menos de mí y de rendirme culto. En respuesta, yo hice lo mismo con él: murió tal como había vivido. Dejó un hijo, éste que vive aquí ahora, que tiene el modo de ser igual al de su padre y su abuelo. Tiene una hija única, que cada día me hace ofrendas de incienso, de vino o de cualquier otra cosa; me obsequia con coronas. En atención a ella, hice que Euclión, su padre, encontrara el tesoro con el fin de poder darla en matrimonio más fácilmente, si la joven quería. Pues ella ha sido deshonrada por un joven que goza de muy buena posición. Ese joven no ignora quién es la doncella a la cual deshonró. Ella, en cambio, lo desconoce, y también el padre, que no sabe que su hija haya sido violada.



Qué duda cabe que Euclión es el protagonista, el avaro, aunque a decir de algunos críticos más que nada refleja la turbación que el cambio rápido de fortuna produciría en cualquier hombre pobre. Valga el ejemplo para aquellos a los que de pronto toca la lotería.

También dice la crítica que no logra un análisis profundo de la psicología de cada uno de los personajes. Desde una lectura superficial y desde el desconocimiento más absoluto del mundo del teatro, tengo que decir que he salvado perfectamente más de 2.200 años de distancia para reconocer a los personajes, que se me han aparecido tan vívidos y actuales como mis vecinos. Aporta la sensación de que han pasado muchos años pero las cosas no han cambiado nada.

La obra nos ha llegado inacabada, pero cualquier edición nos advierte y nos da las pistas de la conclusión. El lenguaje, el vocabulario, es a veces soez, coloquial, realista, muy del gusto occidental de hoy en día.

Plauto escribe en una época en que todo lo griego penetra en la sociedad romana con tanta fuerza que incluso provoca reticencias por parte de algunos como Catón, el viejo, que se queja mucho pero que termina, como los demás, estudiando y aprendiendo el uso de la lengua de los griegos. Pero la comedia romana adquiere carácter propio. Es más grotesca, más popular que la griega, y da más importancia a la intriga.

Qué duda cabe que hoy se puede disfrutar con Plauto. He rememorado, además, las figuras que me vi obligado a memorizar, sin leerlas, en bachillerato, Livio Andrónico, Nevio o Ennio, en el contexto de la creación de una cultura romana propia y auténtica.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario