viernes, 10 de diciembre de 2021

La vida del buscón (1605), Francisco de Quevedo

 


Requiere de cierto atrevimiento reseñar a los clásicos del siglo de Oro. De entrada choca el lector con el castellano antiguo y las notas al pie, incluso con los apéndices. Luego está el continuo juego al que Quevedo somete al lenguaje. La lectura es lenta y no resulta tan divertida como lo debió ser en su tiempo.

Obligada es la lectura de una introducción crítica, so peligro de perderse. La que me ofrece mi edición, Biblioteca de Plata de los Clásicos Españoles de Círculo de Lectores, me ha parecido afortunada. Advierto, de antemano, que lo mío no es más que un esbozo que puede contener errores o apreciaciones subjetivas.

Me interesan las fechas para situarme. El Amadís de Gaula data de 1508, el Lazarillo de Tormes de 1554. En 1599 se publica el Guzmán de Alfarache, que alcanza tal fama que provoca múltiples emulaciones, entre ellas la de Quevedo. La fama de la de Mateo Alemán tiene sentido. Hasta dicho momento, la literatura europea no había pintado a un personaje de la más baja condición, a excepción del Lazarillo. El Guzmán de Alfarache es un pícaro que acaba convirtiéndose en escritor de sus propias memorias, o sea que hay un progreso psicológico lógico y secuenciado, una tesis incluso. Sin embargo, sus imitadores, entre ellos La vida del buscón, solamente se interesan por los aspectos más superficiales del pícaro. No hay una construcción interior del personaje como la hubo por parte de Mateo Alemán. Quevedo no encuentra en la novela picaresca sino un pretexto para introducir sus magistrales juegos de palabras, sus escenas jocosas y divertidas, sus retruécanos. A Quevedo no le interesa la trama o el personaje, a no ser que sirva a su intención de jugar con el lenguaje, tampoco le interesa lograr la verosimilitud, la consistencia humana del personaje.

Tanto Lazarillo de Tormes como el Guzmán de Alfarache, son piezas decisivas que marcan la historia posterior de la novela realista. Por vez primera las clases más humildes se ganan el derecho a aparecer en la novela. Quevedo, en cambio, se limita a agudizar su ingenio lingüístico, a mostrar un formidable despliegue de hipérboles, de agudezas y piruetas verbales. Incluso diríase que al principio dicho despliegue es mayor que según avanza la novela, quizás por cansancio. Difícilmente se encuentran pasajes más logrados que los que definen en el primer capítulo a la desventurada familia de Pablos o los que definen la tragedia del hambre que provoca el licenciado Cabra en sus pupilos.

Como ejemplo, para ahondar en dicha incoherencia, incluso Pablos, el protagonista, carece de motivos para escribir una autobiografía; lejos de vanagloriarse de su progreso, lo que pretende es enterrar su vergonzoso pasado y que nada de él se sepa. Incluso creo tener entendido que el propio Quevedo, famoso desde su más tierna juventud, no se esforzó en absoluto por presumir de la autoría de su novela; de hecho estaba en el punto de mira de la Inquisición. Curioso período en que los mejores poetas basculaban entre la más excelsa fama y el anonimato.

Para Quevedo no hay manera de romper las barreras de clase. La cuna lo determina todo; no hay forma de que la fortuna recaiga sobre un “mal nacido”. La nobleza y la virtud provienen de la sangre, y por ende Pablos no deja nunca de ser despreciable, motivo de escarnio. Digamos que aquí Quevedo representa al prejuicio mientras Mateo Alemán la modernidad. En realidad Quevedo da un paso atrás. Manda el lenguaje, no los hechos. Eso sí, en el uso del lenguaje Quevedo no tiene parangón, y quizás sea esa la causa de que se imponga con facilidad al Guzmán de Alfarache en cualquier colección editorial actual que rememore los clásicos. Los juegos idiomáticos se imponen a cualquier otro nivel, la forma al contenido. Juzgue cada cual.

2 comentarios:

  1. Que bueno volver a leerte. Comentaré que después de muchas postergaciones, de varios intentos por leerla desde hace mucho, la leí el año pasado. Enloquecí, me perdía permanentemente en su lenguaje enrevesado, laberíntico, crespo. Supongo que la releeré en una mejor edición, la de mi biblioteca solo presenta la novela sin ninguna explicación, sin notas a pie de página..., en fin, esos pequeños grandes detalles que son de gran ayuda para un mortal y humilde lector del siglo XXI.

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  2. De todos los pícaros que mencionas tan solo he leído El Lazarillo. De Quevedo solo he leído poemas que me parecen fantásticos. Su soneto Del amor después de la muerte, creo que es lo más bello que s eha escrito nunca.
    Yo pienso que, tal vez, Quevedo, más que dar un paso atrás y representar el prejuicio, lo que hace es una crítica a la situación representando una realidad más frecuente que la de Guzmán de Alfarache. Es una opinión un tanto atrevida puesto que no he leído ninguna de las dos novelas. Pero Quevedo siempre fue muy crítico con todo.
    Un beso.

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