A menudo los clichés se convierten casi en leit-motiv de las conversaciones cotidianas. Me permito también yo, cómo no, usar palabras que obliguen a más de uno a acudir al diccionario, ya sea como aviesa venganza o alivio a mi ofuscación. Valga como ejemplo cuando escuchamos a fulano o mengano quejarse del uso abusivo de extranjerismos, y casi seguidamente escuchamos al mismo fulano o mengano utilizar términos como marketing, chat, email, out fit, boutique, barman o sándwich. Queremos que nuestros hijos sepan idiomas pero que hablen puro español peninsular. Y luego viene al caso aquello de que los españoles nos infravaloramos, ese mal llamado complejo de inferioridad que se cura con la emigración o el buen viajar. También nos puede ayudar leer bien, y me refiero con ello a conocer nuestra fabulosa historia. Los españoles o los portugueses, cuyas historias están tan entrelazadas como las de castellanos y aragoneses, están preñadas de ¡tan grandes hechos! que nos situaron, durante un dilatado espacio de tiempo, en la vanguardia de la humanidad.
En cambio, han quedado para la posteridad reflexiones que, aunque nos pueden parecer agudas, no por ello dejan de ser simplistas:
…y así sobre la actitud de los europeos hacia los indígenas podemos leer por ejemplo la siguiente reflexión, que alcanzará cierta fortuna: «el español los convierte en compañeros de su indolencia; los portugueses, en instrumentos de sus excesos, los holandeses, en víctimas de su avaricia. A los ojos de los ingleses, son seres puramente físicos, que no hay que usar o destruir sin necesidad», y si los franceses les conceden cierta moralidad, no es más que para aprovecharse mejor de estos desgraciados, que parecen entonces olvidar «que un maestro impaciente por hacer fortuna, extrema casi siempre la medida de sus trabajos y a menudo los deja sin subsistencias».
No voy a entrar en los estragos que causó la leyenda negra. No vaya a servir de excusa. Quien necesite valorarse, sentir cierto orgullo por lo español, incluso hablar bien de la idiosincrasia del latino o el español, no tiene más que leer su historia, algo tan fácil y a la vez tan difícil. Lo dicho vale para España tanto como para Portugal. Como ya he dicho, sus historias discurren en paralelo.
No hace falta decir que este libro, como cualquier otro que narre las exploraciones portuguesas del siglo XV y la primera mitad del XVI, resulta mucho más fantástico que cualquier novela. Ni Julio Verne, ni Salgari, ni Dumas, dispusieron de material semejante. Podría poner como ejemplo infinidad de fragmentos, aunque no creo que sirvieran para motivar al lector despistado. La península de Labrador en Canadá debe su nombre a un explorador portugués apellidado Lavrador, la región sudafricana de Natal fue descubierta en Navidad, las negociaciones de Tordesillas y por qué los portugueses pusieron tanto empeño en ampliar las leguas, fue porque ya habían descubierto Brasil con anterioridad, y de cómo los portugueses conquistaron Asia en dos décadas con un puñado de soldados.
En el libro que tengo entre manos no solo se habla de Vasco de Gama o Magallanes, sino que también está el mítico Bartolomeu Días, o Pedro Cabral, el conquistador Alfonso de Albuquerque, los magníficos cartógrafos portugueses o las figuras del infante Enrique el Navegante y el rey Juan II.
Ya de paso podemos enlazar con otras lecturas, navegar por Filipinas o las Molucas, y regresar con el Galeón de Manila a través del descubrimiento del tornaviaje por parte de Andrés de Urdaneta.
Quién da más. Las civilizaciones que ignoran la historia (o sea, cualquier civilización), caminan hacia delante como bolsa de plástico agitada por el viento.
«Navegar es indispensable, vivir no es indispensable», era el lema de los antiguos navegantes. Embarcarse en las naves de la ruta de las Indias o de Brasil constituyó durante los siglos XV y XVI una aventura total: la pequeñez de las naves, la ligereza de los materiales de construcción, las terribles condiciones de higiene y de vida durante las travesías, resultan todavía difíciles de imaginar en la actualidad.
La flota sale de Lisboa el 8 de julio de 1497. Va acompañada durante un tiempo por una carabela que Bartolomeu Dias llevaba a San Jorge de la Mina. Los cuatro navíos de Vasco de Gama eran el Sao Gabriel, a su mando, el Sao Rafael, al de su hermano Paulo de Gama, el Bérrio al de Nicolau Coelho, y el bardo de víveres al mando de Gonçalo Nunes. Los pilotos habían sido cuidadosamente seleccionados. El del Sao Rafael era uno de los más célebres de la época: Pero de Alenquer, que había acompañado a Bartolomeu Dias en 1487-1488. Había cuatro contramaestres, tres escribas, dos intérpretes ―Fernao Martins, que sabía árabe, y Martim Afonso, que había vivido en el Congo―, religiosos, marinos y calafates, indispensables para el manejo y mantenimiento de los navíos, soldados, y finalmente unos cuantos degredados, es decir, delincuentes condenados a la deportación que tenían que ser abandonados en las costas para tratar de integrarse en el pueblo nativo y servir más tarde de enlaces entre éste y los portugueses. En total, ¿cuántas personas habría al principio en la flota? Es difícil saberlo con exactitud; sin duda entre 150 y 200 hombres.
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