No
me llama demasiado la atención esa literatura hispanoamericana del siglo XX que
se ha denominado habitualmente como revolución o “boom”. He leído aquí y allá
novelas pero sin profundizar en demasía. He disfrutado de algunos autores y
otros no tanto. Supongo que me interesa más la novela europea porque es
más individualista y dada a la introspección. Supongo también que la literatura
nace de una sociedad al tiempo que contribuye a su propia gestación, y la
literatura latinoamericana tiene otros intereses que los europeos. Inestabilidad
política y económica, problemas sociales, no vamos a descubrir los problemas de
la deuda, el neocolonialismo.
La
Rusia del XIX presenta una problemática peculiar que ha dado lugar a una
porción de lo más selecto de la literatura universal. En cambio Latinoamérica
se deshace en literaturas nacionales, quizás debido también a las diferencias
que pueda haber entre Chile, Venezuela o México. Está todo por hacer. En todo
caso, me agrada encontrarme de vez en cuando con esa literatura hermana
nuestra, gracias a la cual el idioma castellano sigue pujante.
En
el caso de Guatemala tenemos a Miguel Ángel Asturias, un buen ejemplo de esta
literatura. Miguel Ángel tendrá la posibilidad de conocer Europa, o la
obligación, según se mire, dado su situación como exiliado político.
Como
viene a ser lógico, Miguel Ángel procede de las clases privilegiadas, por lo
que recibió una amplia educación. Su actividad política fue siempre
progresista, así como su literatura social, tendente a mejorar las condiciones
de vida de las clases más humildes. Contra las dictaduras y en defensa de la
cultura indígena, maya.
Precisamente
se estrenó con las presentes leyendas, una manera de fijar la tradición oral.
«A mi madre, que contaba
cuentos»,
reza la dedicatoria.
Guatemala
es un buen cuento para empezar, una fusión de la cultura hispana y maya.
La
carreta llega al pueblo rodando un paso hoy y otro mañana. En el apeadero,
donde se encuentran la calle y el camino, está la primera tienda. Sus dueños
son viejos, tienen güegüecho, han visto espantos, andarines y aparecidos,
cuentan milagros y cierran la puerta cuando pasan los húngaros: esos que roban
niños, comen caballo, hablan con el diablo y huyen de Dios. La calle se hunde
como la hoja de una espada quebrada en el puño de la plaza. La plaza no es
grande. La estrecha el marco de sus portales viejos, muy nobles y muy viejos.
Las familias principales viven en ella y en las calles contiguas, tienen
amistad con el obispo y el alcalde y no se relacionan con los artesanos, salvo,
el día del apóstol Santiago, cuando, por sabido se calla, las señoritas sirven
el chocolate de los pobres en el Palacio Episcopal.
En realidad varios de ellos se parecen, como el otro que se titula Leyenda del volcán. Es el ciclo de la muerte y el renacimiento, de la muerte de la cultura maya y el renacimiento con la conquista española; incluye la esperanza de un nuevo renacer. Estamos en los inicios del realismo mágico, del cual Miguel Ángel es un claro precursor.
Otras
leyendas giran en torno a la lucha contra la opresión, contra el yugo de la
injusticia. La liberación es posible. En la Leyenda del Sombrerón, se
mezclan de manera surrealista tradiciones cristianas con otras mayas como es la
del juego de la pelota.
La
prosa de Miguel Ángel es enorme, fantasiosa, abigarrada, ebria, barroca
incluso. Trata de poner en valor a las clases más humildes pero no se dirige a
ellas. Esto dice de su prosa Paul Valery en una carta dirigida a Francis de
Miomandre, traductor de las leyendas al francés:
“¡Qué
mezcla esta mezcla de naturaleza tórrida, de botánica confusa, de magia
indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los frailes, el Hombre Adormidera,
el Mercader de joyas sin precio, las bandas de pericos dominicales, los
maestros magos que van a las aldeas a enseñar la fabricación de los tejidos y
el valor del Cero, componen el más delirante de los sueños!”
Francamente interesantes. Supongo que las
leyendas, para llamar la atención fuera de Guatemala, tienen que estar bien
escritas, y vaya si lo están.
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